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Educador, atrévete al amor

Pensamos a veces que el mejor profesor es aquel que sabe mucho y que sabe comunicarse bien. No está de más, desde luego, pero el saber, lejos de ser lo principal, sólo adquiere su significado profundo desde el amor. ¿Tiene sentido hablar de amor en la tarea del profesor? Yo creo que sí. La razón principal es que antes de entender a un profesor como tal, hay que entenderle como un educador. Un educador es alguien capaz de ser ejemplo atrayente de felicidad y sentido. Todos, los alumnos más aún, estamos en continua búsqueda de un horizonte que valga la pena, de una causa a la que destinar nuestra libertad, algo que tenga que ver con nuestro corazón y que valga la pena. Nadie puede hacerse diana de esto, pero sí puede mostrar un horizonte al que él mismo aspira. Esto los alumnos lo entienden enseguida, pues están sedientos de un modelo de esperanza y de misericordia, bueno y verdadero, esto es, auténtico. El profesor debe de ser capaz de asumir esta tarea en su clase, saber enamorar a los alumnos, a través de sus clases, de dicho horizonte. Así los padres también en los quehaceres diarios. Hay que enamorar ‘con’ y ‘en’ lo sencillo, pues a veces lo ordinario puede ser lo extraordinario que nos pedía Dios.

Pero nos encontramos con una enorme dificultad en los colegios. No parece que todos los alumnos respondan con entusiasmo y agradecimiento a nuestra propuesta de vida. Parecen estar muy pendientes de sus necesidades básicas, simples, técnicas, inmediatas e incluso egoístas. Pero he aquí la reflexión que querría hacer en este escrito: no amamos a nuestros hijos o a nuestros alumnos para que sean agradecidos. Tampoco lo hacemos para sentirnos mejor o para que sean personas buenas y educadas. Debemos de amar antes de que el otro cambie para que nuestro amor no sea condicional. No queremos a nuestros alumnos o a nuestros hijos para que cambien. A veces parece que exigimos buenos comportamientos más para que dejen de molestarnos y cansarnos que porque sea lo mejor para ellos. Les amamos ahora con la esperanza de que un día, cuando Dios les ilumine, descubran que sí han sido queridos. Nos entregamos a ellos cada día como una madre en la sombra prepara las comidas, los uniformes  y no descansa para seguir preparando tortitas una tarde de sábado, para que se sepan amados cuando lo necesiten. O como un profesor que repite cada año y de forma nueva los mismos consejos, una y otra vez, pero siempre con mayor y fresca convicción, con amor esperanzador. Cada día que nuestros educandos reciben nuestro amor y nuestra entrega, nuestro sacrificio y nuestra perseverancia, es como si recibieran un dinero en una cuenta corriente.  Una cuenta corriente que ellos desconocen siquiera tener, pero que cuando lo hagan verán llena de un dinero que es suyo. ¡Qué tristeza amar con los “si tú no… yo tampoco”, “Como tú no… yo tampoco” o “cuando hagas… entonces yo”. Esto no es amor incondicional y no es educación. Si no estudia, no obedece, si rechaza nuestros consejos, nuestra ayuda o incluso duda de que le queramos con quejas e insultos de desprecio, ni unos padres ni un educador que se aprecie como tal, y como cristiano, tiene el derecho de tirar la toalla, pues es precisamente en esos momentos donde se demuestra nuestra valentía en el amor de Dios. Es cuando comprobamos la autenticidad de nuestra relación de amor con Dios. ¿Acaso no hacemos nosotros lo mismo con Dios?, ¿no continuamos defraudándole con nuestro orgullo, con nuestra soberbia, pensando saberlo todo y justificando todos los días nuestro obrar? Y el Señor nos espera, nos sigue amando con paciencia y en la esperanza de que un día reconozcamos que hemos sido amados cada uno de los días que nosotros le explicábamos, razonada y justificadamente, que lo estaba haciendo francamente mal. Así somos nosotros con Dios y así es Dios con nosotros. Pues un buen educador que quiere santificarse en su trabajo diario en clase, o en la educación con sus hijos, deberá reflexionar humildemente sobre su vocación, pues un día, no muy lejano, nos pedirán cuenta del amor que no hemos dado a los hijos de Dios que Él mismo nos encomendó. No amamos para recibir ahora, sino porque hemos sido amados primero y ahora desbordamos de ese amor incontenible. Amamos a los demás sólo en la medida que nos hemos sentido amados por Dios y en la que hemos reconocido nuestra indigencia. Somos hijos en el hijo, Cristo nos ha traído la vida, pero nosotros no merecíamos nada. Conscientes de nuestra miseria, agradecidos de estar en el Corazón de Dios y felices de saber que a pesar de ello Dios nos encomienda a sus hijos para que les enseñemos el mejor horizonte que lleva a los brazos del Padre, recojamos con ánimo y con fuerza la tarea de educar en la esperanza del amor de Dios y no para que dejen de molestarnos las astillas de nuestra cruz. Esta cruz tenemos que abrazarla y besarla, pues es personal y la que nos lleva al cielo. No nos enfademos ligeramente con nuestros alumnos e hijos, no tiremos la toalla con ellos, no nos cansemos de perdonarles, explicarles los verdaderos motivos de la vida, consolarles ante sus propias miserias y debilidades, no nos olvidemos nuestra propia necesidad de lo mismo y, junto a Dios y pidiéndole cada día el Espíritu Santo, caminemos “cristiformados” y renovados, con ardiente deseo de ganar cada día un poquito más a cada hijo que Dios nos encomienda. Paz y bien y mucha conversión.

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¿Estás satisfecho contigo mismo?

El optimismo de la esperanza cristiana está precisamente siempre insatisfecho. La esperanza implica insatisfacción. No reduzcas tu optimismo a la satisfacción, ni creas que es bastante lo que has hecho, descartarías la capacidad de donación como imagen de Dios y te instalarías en el ahora.

La esperanza es siempre insatisfecha, sin llegar a ser intranquilidad o agitación, sin insultar al presente. El futuro cuenta contigo, te propone una tarea que te compromete íntimamente y en la que te arriesgas, porque sin riesgo no hay novedad. Si contaras con todos los recursos, no aportarías nada nuevo, no mejorarías, no contarías con nadie, no tendrías esperanza.

Adelántate siempre en el amor con esperanza, siempre insatisfecho por amar más y mejor. Ésta es la verdadera autoestima. No saberse valioso, ni auto convencerse de grandes posibilidades personales, sino saberse y sentirse amado. Es uno de los errores modernos que más se filtra en los diagnósticos psicológicos y que se disfraza de trastornos emocionales.

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