Resumen de la exposición realizada en el curso «Afectividad y Aprendizaje» realizado los días 10 de febrero y 3 de marzo de 2017 para el Colegio Juan Pablo II de Alcorcón (Madrid) y promovido por el APA del mismo colegio.

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Presentación: https://prezi.com/lsphox3rkuen/afectividad-y-aprendizaje
Presentación curso en Infofamilialibre: aqui

El sentido de la educación

Para entrenar adecuadamente a un animal se necesita un programa de refuerzos y mucha paciencia y dedicación. Para educar a un niño, evidentemente, se necesitará lo mismo y mucho más. El reto que añade la educación al entrenamiento es que la educación va dirigida a una persona con su propia forma de ser, libre, que cambia en el tiempo y busca un sentido propio a la luz de una llamada personal que Dios le hace. No se trata sólo de responder de un modo concreto a determinados estímulos, aunque sean complejos, sino que se trata de descubrir un “sentido personal”, primero a través de un crecimiento físico, luego a través de un ejemplo de los padres, un acompañamiento en el descubrimiento de la implicación personal según el estilo propio y finalmente aprender el lenguaje del amor para salir de uno mismo y proyectarse hacia los demás.

Incluso para que reconociéramos a Cristo, Dios se sirvió de alguien como San Juan Bautista, y otros profetas anteriores, que prepararon el camino.

Qué es educar

Para poder centrarse en una tarea como la de educar es preciso saber qué es educar. Educar es preparar el camino para reconocer la Verdad e introducir en ella, algo que implica usar la inteligencia, el conocimiento, la madurez, el autocontrol, la fuerza de voluntad, un ejemplo a imitar, alguien que nos acompañe, por no hablar de muchas virtudes como la humildad, la obediencia, la templanza y la fortaleza. Pero sobre todo hace falta lo siguiente:

  • Conocer qué es una persona y cuáles son los principios por los que se mueve y actúa;
  • Descubrir el plan de Dios para el educando (sea hijo, alumno o paciente);
  • Conocer las fases del desarrollo biológico, psíquico y espiritual;
  • Querer dedicarles tiempo y acompañarles mostrándoles unas metas mayores que nosotros mismos;
  • Saber dejarlos libres, sin perder la paciencia y la caridad;
  • Asumir los retos educativos del amor;
  • Saber amarles incondicionalmente, perdonarles siempre, rezar por ellos, dialogar con ellos;
  • Amar la cruz;

Qué es una persona y cuáles son los principios de funcionamiento

Cuerpo, Alma y Espíritu

Que el hombre tenga cuerpo es indiscutible, que tenga alma está asumido por todo cristiano, pero el alma posee un “quien” distinto a ella que le otorga la actividad específica de un “alguien”. Ésa es la dimensión espiritual que es propiamente definitoria de lo que llamamos “persona” (el “acto de ser” en filosofía). Sus características son el amar, el conocer, la libertad y la interioridad (co-existencia). Esta dimensión es la dimensión divina en Cristo (la Segunda “Persona” de la Trinidad) quien asumió una naturaleza humana, esto es, alma humana y cuerpo humano unidas hasta la muerte como dos co-principios inseparables. Mientras vivamos, las potencias del alma se expresarán en el cuerpo en la medida de que esté desarrollado, pero de no poderse expresar no dejarían de ser. El primer desarrollo es el físico. A medida que crece el cuerpo, especialmente el cerebro, el alma va asumiendo, es decir, adquiriendo, conciencia de sí. Adquiere virtudes que no tenía, desarrolla hábitos innatos (el de los “primeros principios” y de la “sindéresis”) que la orientan al mundo y a sí misma, pero sobre todo es alimentada por lo espiritual (“actus essendi”). Si lo psíquico (alma y cuerpo) están en el orden del “tener” y de la “capacidad”, el espíritu está en orden del “dar” y sobre todo del “dar-se”, algo que implica conocer el don que soy, el valor que tengo (por ser amado), la libertad de entregarme y el poder hacerlo sostenidos desde lo más profundo por Dios (“en Cristo, por Él y en Él”).

El amor como único motor

Así se entiende que lo que mueve a las personas es el amor ante todo. Siempre y sólo él es el motor. Lo que entendemos es lo que la luz de la verdad divina nos revela. El sentido de cada cosa se nos es dado, no llegamos a ello por voluntad, ni por conocimientos. La creatividad nace desde este trascendental. La libertad del ser personal le permite entregarse a una causa, a una tarea, pero sobre todo es para entregarse a alguien, porque ese alguien será libre y desde esa libertad también devolverá el sentido del amor dado aceptándolo. Esta realidad es la misma dinámica trinitaria del Padre que se da al Hijo y del Hijo que acepta al Padre de forma perfecta. Tan perfecta que se da en una tercera persona que es el Espíritu Santo, el Amor hecho relación. Esta realidad es la que configura el núcleo espiritual de cada uno de nosotros y desde donde mana la actividad verdadera de cada uno. Sin embargo, no es una realidad que se pueda poner en marcha sin que primero se haya dado un proceso educativo y un crecimiento biológico mínimo que permita que la persona se posicione, con un suficiente orden y una determinada capacidad, frente al mundo sabiendo que es un “alguien” concreto en búsqueda de un fin tan grande como necesario, personal y con sabor a eternidad.

Mientras no consigamos pues que un niño perciba ese amor, no le construirá por dentro y desestabilizará el crecimiento, la identidad y toda su persona. Un niño necesita entonces:

  • Ser amado (dimensión trascendental divina y espiritual humana)
  • Sentirse amado (dimensión física)
  • Saberse amado (dimensión psíquica)
  • Aprender a amar (dimensión espiritual)

De la libertad a la afectividad (en su transversalidad)

Ser libres es ponerse delante de la realidad, no sólo poderse entregar a ella. Es estar frente a los demás y al mundo y sentir la necesidad de buscar una respuesta a las grandes preguntas: “quién soy”, “cómo soy” y “para qué soy”. Nos hace sensibles a lo que está bien (por una atracción) y a lo que está mal (por una repulsión) y esto es ser afectivos. Nos afecta la realidad, porque nos importa, pero sobre todo nos implica personalmente (a los animales no), por lo que nos sentimos interpelados en una búsqueda importante que nunca cesará por una cuestión fundamental que defino: “la asimetría del deseo”, que luego veremos.

Esta afectividad se expresa activando la naturaleza humana que al ser dada por una dualidad de alma y cuerpo se concreta en el orden de lo psíquico (sentimientos) y de lo físico (emociones). Estos no tienen nada que ver con el sentido de lo que acontece y no dan dirección alguna, sino que manifiestan el estado psicofísico en el que nos encontramos. Será la inteligencia la que tendrá que analizar las emociones y sacar conclusiones para ver qué de bueno o de malo hay en lo que se está viviendo. Esta realidad analizada y valorada por la inteligencia tiene que ser presentada a la voluntad, la segunda potencia del alma más importante. Ésta captará lo bueno que se le presentará y lo querrá (de aquí pensar bien y de forma veraz, sin capas tergiversantes, como ocurre en la psicopatología y el vicio). Así el trascendental espiritual del “amar” se extiende a nivel psíquico (y por lo tanto consciente) al “querer”, mientras que el trascendental espiritual “conocer” activa el “entender” (en el sentido de “ver”, simbólicamente semejante a la luz que ilumina). Así entendemos cómo los trascendentales, del orden espiritual y no consciente (que no es inconsciente, ni subconsciente, ni preconsciente), activan la conciencia para que entienda y quiera las cosas buenas.

En este sentido no es correcto hablar de “Inteligencia emocional” y propongo el concepto de “integración afectiva”, que consiste en saber reconocer las emociones que se tienen, ponerle nombre, saberlas expresar adecuadamente, y poder tomar decisiones buenas y justas a partir de ellas, pero bajo el imperio mayor posible de la voluntad. Nadie mata por pasión, simplemente no es capaz de deliberar sobre su acción a partir de las emociones que experimenta. No se trata de seguir las emociones porque ellas no nos dicen lo que está bien o lo que está mal, de hecho no son ni buenas ni malas, simplemente informan. Lo que ocurre es que su experiencia es muy presente porque el nivel físico es más cercano y específico que el espiritual, que aunque sea más importante, es también inespecífico. Es decir, se percibe mejor una emoción de enfado (nivel físico) que un sentimiento de alegría (nivel psíquico) y más aún que un afecto como la amistad, la paz, la contemplación de lo bueno, etc. A más elevación de la afectividad hacia el orden espiritual, más imprecisa, pero fuerte, duradera y determinante será su vivencia.

El campo de la afectividad es muy amplio, pero es interesante describir por lo menos las etapas por las que se expresa y ver sus características, sobre todo analizando el momento de la adolescencia.

Cuáles son sus etapas evolutivas y su sentido

Desde que nacemos hasta que morimos pasamos por diferentes etapas y cada una precisa de criterios educativos propios, pero todos obedecen a unos principios permanentes ligados al origen y al fin de nuestra existencia. Voy a describir dos principios: el primero es que cada etapa, grande o pequeña, cambia en cuanto nos hayamos acostumbrados. De alguna manera está pensado para que los padres o educadores no puedan acostumbrarse a nada durante mucho tiempo y estén siempre pendientes de estudiar la situación y adaptar criterios y programas educativos. El segundo principio es el que genera más problemas en la vida al ser el menos conocido: deseamos lo mejor para nosotros, pero no somos capaces de darlo a los demás, aunque nos lo propongamos, con la misma intensidad. Este principio es “la asimetría del deseo”, que es una necesidad infinita e inagotable de todo aquello que es bueno, pero que se expresa y realiza en un mundo finito, concreto y limitado. Es la huella que Dios ha dejado en nosotros al crearnos y que se nos manifiesta como una necesidad de eternidad o pervivencia, de sentirnos únicos y valiosos, pero sobre todo aceptados y queridos. Es una huella que nos lleva a amar con infinitud, pero que no se puede realizar en esta vida con la misma fuerza e intención con la que nace porque este mundo y nuestras relaciones son concretas, limitadas, acotadas por el espacio y el tiempo. Así, el amor eterno que queremos dar tendrá que pasar siempre por la vía sensible: un abrazo, una donación, una llamada por teléfono, un escuchar, un consejo, etc. Nunca será suficiente esa expresión, nunca la acción se corresponderá perfectamente con el deseo infinito, nunca podrá huir de una cuenta atrás. Deseamos ser amados de forma sublime, sin ser capaces de hacerlo nosotros. Deseamos ser siempre perdonados, pero no conseguimos perdonar del mismo modo. Queremos conocerlo todo, pero enseguida experimentamos una incapacidad de cumplir con nuestro deseo. Nos recuerda de dónde venimos y a dónde estamos llamados ir, pero nos propone un camino en el que cada gesto tendrá que ser llenado de un significado simbólico lleno de eternidad. Digamos que Dios se ha reservado, como bien destaca San Agustín, que sólo él pueda llenarnos de verdad, pero no perfectamente en esta vida. Nos habla en nuestro interior y nos busca en lo profundo de nuestro ser, la intimidad o coexistencia trascendental, que es ese punto de contacto entre Dios y cada uno de nosotros donde Dios nos llama desde el silencio, la humildad, la sencillez, la verdad y con enorme paciencia. Es una contradicción agridulce que deja una cierta insatisfacción que nos pone en búsqueda y que para mucho termina en lo material, para otros en alguna persona o un trabajo, generando mucha insatisfacción, porque nada de eso llena. Todo tiene que ser ordenado a Dios como fin último, como decía Santo Tomás, y todos los fines intermedios, que son necesarios, tienen que ser siempre un medio transitorio o temporal ajustado al último.

Una realidad que marca, entonces, cada momento evolutivo y etapa educativa es el sufrimiento. El sufrimiento y la insatisfacción genera incomodidad, pero ésta nos empuja a un cambio, nos mueve a la reflexión y nos presenta una necesidad de actualizarnos de despertarnos y no quedarnos con lo que tenemos, es decir, de seguir buscando. Igual que la langosta cuando crece se le queda pequeño el caparazón y esa molestia le lleva a cambiarlo varias veces durante su crecimiento, el ser humano también pasa por una necesidad de adquirir conciencia, capacidades, autocontrol, autonomía, sentido y valor personal. Cada momento ha sido pensado por Dios y es bueno, pero se precisa una clave de interpretación para ser descifrado su código interno y verse como bueno y necesario.

Las etapas evolutivas y su sentido.

El bebe (0-2). Es una etapa donde predomina la necesidad de contacto físico, seguridad, cuidados básicos y en la que es muy importante hablarles y estar presentes en un corto espacio y mucho tiempo.

El niño (2-4). Primera adolescencia. El niño se da cuenta de que tiene capacidad de decidir, aunque no sepa ni qué ni cómo, y surge el “no” y el “yo quiero”, de allí que sea parecido a la adolescencia. Son fundamentales los límites claros y sencillos, la escucha y el destacar lo positivo, pero no para crecer en autoestima, sino para favorecer la seguridad necesaria para nuevos aprendizajes.

El niño (4-6). Es importante empezar a trabajar la autocrítica, a educar el pudor, el reconocimiento emocional, aprender a manejar las relaciones familiares y los buenos modales desde la verdad.

El niño (6-9). Especialmente importante las relaciones sociales, aprender a defender la verdad y a expresar las emociones. A partir de esta edad el niño deja de ser tan inocente y aparece la picardía y la doblez (por eso empiezan los chistes, las ironías, etc.), por lo que es muy importante que aprenda la importancia de la sinceridad para ir asumiendo sentido de responsabilidad (necesario para la madurez personal). El niño empieza, además, a buscar de un modo especial la identificación con papa y mamá, pero de forma indirecta y no consciente. Trata de imitarlo, de conseguir su atención, de pedir cosas que le implican, etc. La sexualidad ya está propiamente despierta y se tiene que abordar el tema con naturalidad, pero centrando el sentido de cada cosa desde el pudor y la dignidad personal: erecciones, estimulación genital, significado de las partes íntimas, modestia en la ropa, etc. (sobre todo en el chico que es más físico y dependiente de la imagen).

El niño (9-12). Empiezan a darse cambios físicos que alteran la percepción de la realidad, por lo que hay que tener paciencia a partir de este momento. Pueden darse subidas de tono, mayor enfados con los hermanos, algunos retos con la autoridad, frustraciones y altibajos. La imitación del padre y de la madre se va haciendo más evidente.

El adolescente. Primera fase (12-16). Empieza el cambio físico más importante y que acarreará otros cambios en otros niveles (sobre todo psíquico). El cuerpo produce hasta 8 o 9 veces más hormonas generando un descontrol en las emociones, mayor excursión emocional entre la alegría (que pasa a ser euforia) y la tristeza (que pasa a ser una depresión). Es el momento de escuchar mucho, no tomarse muy en serio la gravedad de lo percibido, suavizar las dificultades con esperanza y moderar las euforias personales. En pocas palabras hay que trabajar el control emocional. Además es importante incrementar la exigencia de la responsabilidad, manteniendo un orden y una rutina adecuada. Dejada esta etapa ya no valdrá la imposición del “porque lo digo yo” y será muy necesario que las virtudes estén consolidadas, especialmente la obediencia, el orden, la docilidad, la piedad, el pudor, la confianza y la sinceridad.

El adolescente. Segunda fase (16-20). En esta segunda fase, el adolescente no pierde las características anteriores, pero sí en parte se acostumbra a ellas. Lo que destaca en modo especial es la fuerza física asociada al cambio hormonal y al crecimiento, por un lado, y la revisión de las creencias que ha recibido y que se le proponen. El adolescente quiere ahora comprobar lo que sabe y verificar los valores e ideales que se le han transmitido. Por eso el chico suele chocar con el padre, que es fuente de autoridad, y la chica con el estilo de la madre. Es una etapa en la que es mejor no hacer cambios educativos, sino aprender a proponer una libertad que le puede conducir a cometer errores, sin duda, pero de los que aprenderá qué era lo bueno que defendía la norma o regla. En esta etapa es importante no ser estrictos en el cumplimiento rígido y exigente de las normas, sino aprender a ser flexibles en lo posible y muy tajante sólo en lo estrictamente necesario, favoreciendo especialmente el pensamiento crítico y la responsabilidad. Es una etapa en la que el neocórtex cerebral habrá completado su desarrollo, favoreciendo una reelaboración más abstracta y profunda de lo conocido, por lo que es fundamental acompañar el desarrollo de la libertad personal y, por lo tanto, la entrega de sí mismo. Es buen momento para el voluntariado, los grupos de oración de su edad, dar catequesis, etc. Afectivamente, habrá que acompañarle mientras aprende a distinguir la amistad, la ternura, el enamoramiento y el amor, ayudándole a reconocerlos, respetarlos y conseguir el mejor autodominio en cada situación.

El joven (20-30). De esta etapa voy a decir lo esencial. Hasta ahora lo que movía el chico o la chica era una sed de relaciones personales marcada por una frustración que empezó a hacerse visible con las decepciones de los padres, que dejan de ser unos superhéroes que lo pueden todo, que se volvió a manifestar en los amigos cuando decepcionaron y que también los grupos empiezan a evidenciar. La mirada ya atenta del joven se dirige en esta etapa dentro de los grupos de amigos de la anterior etapa y encuentran un atractivo mayor hacia alguna persona en particular con la que empieza un enamoramiento que promete llevar a una satisfacción por fin completa. Pero en esta etapa vuelve a decepcionar ese deseo de sentirse totalmente aceptado y comprendido, y surgen roces y dificultades. Es ahora el momento de saber que esa decepción se debe a que ni un amigo, ni un grupo, ni un novio, ni la esposa podrá saciar ese deseo tan grande que crece en el interior. Dios llama con más fuerza por medio de ese deseo insaciable para que le busquemos y encontremos en esas relaciones, pero se reserva muy bien que no podamos sustituirle por esas personas. Esta insatisfacción constante deja de plantearse sólo cuando somos capaces de levantar la mirada al cielo y encontrar el auténtico protagonista de la historia y de nuestro destino. Mientras no le abramos la puerta o escojamos Dios como el centro real de nuestra vida, esa llamada desde la insatisfacción será cada vez mayor. Dicho de otro modo, es el momento de aprender a salir de uno mismo y desplegar la capacidad de amor en su plenitud. Si en un principio dominaba “el amor a uno mismo” y luego “el amor al otro para uno mismo”, el riesgo es ahora quedarse en “el amor del otro para uno mismo”, pero el reto es conseguir proyectar la libertad personal con generosidad hacia los demás, desde un amor personal, es decir, se trata de descubrir “con el otro, el amor para los demás”, propiamente denominada la fecundidad del amor maduro.

Retos y desafíos educativos

El desafío a la autoridad

El desafío ante la autoridad, que surge a partir de la adolescencia, no se debe necesariamente a una maldad interior, ni a una mala educación, ni mucho menos. Antropológicamente es muy normal y sirve para retar la autenticidad de los límites que se le han puesto, para comprobar su solidez y la fidelidad de los padres, así como alguien que prueba un peldaño de la escalera antes de apoyarse del todo. Además, permite lanzar al joven hacia el mundo con interés y energía. Hace siglos, y desde miles de años, a esta edad el joven era en realidad un adulto ya casado con hijos. Es nuestra sociedad que tiene tiempos distintos y nos obliga a vivir en una escala temporal muy distinta. Pero el cuerpo, que está bien hecho, está preparado para la vida social, con ganas de tener relaciones íntimas, formar una familia, tener hijos, ganarse la vida, tomar sus propias decisiones, etc. El reto de esta etapa hoy en día es conseguir educar en la espera sin anular la ilusión de vivir su propia vida.

El desafío del horizonte mayor

Otro desafío es darles a los hijos unas metas mayores que nosotros mismos. Se trata de subirse a los hombros de un gigante y mostrar grandes horizontes. Si buscamos que sean como nosotros no serán ni lo que Dios quería, ni lo que ellos deseaban, ni lo que somos nosotros. Serán un boceto sin vitalidad, sin voluntad, sin certezas verdaderas, ni ilusiones. Es central saber mostrarles una meta más grande que nosotros y ésta sólo puede ser el amor de Dios en su proyecto personal. Hay que ayudarles a descubrir lo que Dios les pide, la vocación que Dios tiene pensada para ellos y a enfrentarse con esperanza, sabiéndose acompañados, pero libres, con paciencia, pero con responsabilidad y siempre desde una vida de Gracia, para que no se seque el espíritu de donde brota la actividad vital principal en forma de “luz” intelectual y de “querer” ordenado al amor, es decir, dirigido a la entrega libre de uno mismo.

El desafío del amor incondicional

Otro reto educativo es el amor incondicional. No se trata de quererles mucho, ni de que los padres quieran a sus hijos. Se trata de que los padres se quieran entre sí y que desde ese amor brote la certeza de un amor que no pide ser bueno o cumplidor, sino que es capaz de amar al otro tal como es. Un amor que ama antes de que el otro cambie o mejore. Es una cuestión de amor, no de normas. En una frase: “Yo te quiero antes de que cambies, antes de que seas lo que quiero, antes de que seas bueno, antes de tus aprobados o mis expectativas”. Para esto es preciso un canal comunicativo, pasar tiempo juntos “tú a tú” y familiarmente, tener un proyecto común entre los esposos, centrar la atención en lo bueno no en lo que “no tiene nada malo”, porque toda experiencia deja un huella y es preciso, hoy más que nunca, evitar las huellas que generan heridas. Porque las malas experiencias dejan un olor a negatividad muy doloroso y cada vez más difícil de sanar.

El desafío de educar en la verdad, la humildad, la misericordia, la libertad y la valentía

Otros retos educativos son el educar en la verdad (adaptando la información a la edad, evidentemente). Sin mentir, dejando que las elecciones y las consecuencias naturales ejerzan su propia acción educativa. De la experiencia se aprende. Los padres están para garantizar que esa experiencia sea adecuada. Tratan de evitar las malas experiencias, pero no a toda costa, porque el efecto rebote que se genera puede ser un mal mayor. El mismo Dios respeta nuestra libertad hasta el punto de que nos condenemos. ¿Cómo pueden los padres pisotearla en pro de defender un futuro que se arriesgan a destrozar antes de que se dé? Es importante entonces gestionar cuidadosamente lo que decimos, lo que proponemos y también qué negamos y cómo. Que no sea nunca el miedo a lo que pueda pasar, el orgullo o amor propio, la pereza o la necesidad propia, lo que cierre el diálogo. Recordemos que sin misericordia no se educa, pero sin valor tampoco.

Autoestima y madurez

Dicho todo esto tiene sentido enfocar el gran tema de la autoestima. La autoestima la suelen definir de forma muy sencilla como “el aprecio o consideración que uno tiene de sí mismo”, por lo que es fácil caer en la tentación de mejorarlo promoviendo esa consideración. En un principio, como hemos dicho, es bueno promover ese aprecio para dar seguridad al niño y que éste se lance hacia el aprendizaje, el juego, las relaciones, pero antes o después chocará con la milenaria dificultad de verse imposibilitado para lo que se propone. Da igual la capacidad que tenga, porque quien sea más capaz querrá más, el que pueda menos podrá menos. En este sentido es importante educar en la conciencia de qué puede hacer y qué no cada cual, pero es importante recordar que el cristiano no está llamado a crecer él, sino a hacer crecer a Cristo en él. La auténtica autoestima no parte del autoconcepto (que es bueno tener ajustado a la realidad), sino del amor recibido incondicionalmente en el tiempo, por tiene que ver con “tener certeza de unicidad querida”. Es tener una certeza de que “soy único, soy querido por Dios por mí mismo, no necesito más”. Este amor no sólo nos deja ante una situación de incomprensión enorme (“me aman porque sí, por ser yo”), sino que no se deja alcanzar del todo. Solamente si se crece con la conciencia de ser amado por Dios, como el cristianismo siempre ha enseñado, somos capaces de descubrir lo valiosos que somos “per se”. Porque las personas son las únicas criaturas que Dios ha amado por sí mismas. Esta autoestima tiene la fuerza no sólo de construirnos fuertemente, sino de proyectarnos hacia los demás en todas las adversidades. Porque con la cercanía de Dios y el abandono a él, ¿podemos dudar de que todo salga bien?

Se entiende enseguida que la madurez va en continuidad con la autoestima y, diría yo con el equilibrio psíquico, moral y afectivo. No existen programas realmente efectivos de autoestima igual que no existen para querer a alguien o aprender a llevar un sufrimiento. La autoestima lleva a la madurez porque es necesaria para proyectarse hacia los demás desde una entrega de uno mismo. La paciencia y la Providencia de la acción de Dios en nosotros hacen el resto. Los problemas surgen cuando se trata de forzar la vocación del otro, cuando queremos imponer un plan nuestro para los demás y no nos abrimos a que se haga la voluntad de Dios, cuando no estamos abiertos a abandonarnos tratando de mantener el control absoluto.

Lo normal, como digo yo, es ser normal. Pero para eso hay que coger los caminos que Dios nos ha preparado. En este sentido, el más libre es aquel que ha entregado su libertad, no quien se la reserva sin darse. Los más importantes dentro de una familia es el amor, el perdón, la reflexión de cada etapa para entender lo que Dios nos pide, estar abiertos a la trascendencia y la vida de gracia, recordarnos que somos hijos de la luz, que buscamos la Verdad con mayúsculas, sin miedo a su mayor exigencia: la cruz. Amar la cruz es necesario para cualquier educador, pero especialmente para quienes quieren amar de verdad. Hay que saber rezar por los hijos, por los estudiantes, por los pacientes, pero sobre todo tratar de llevarles a Dios antes que a cualquier otra meta inferior. No tenemos que buscar la excelencia en los estudios, sino en la persona, porque ella será luego capaz de hacerse y rehacerse. Sin embargo si solo les damos excelencia académica corre un gran riesgo de perderse sin más. La madurez, en este sentido, es no perderse en la búsqueda de uno mismo, sino en el amor del otro.

Termino recordando que educar es introducir a la realidad desde el amor, con el amor y para el amor y que lo propio de la persona es su relación con Dios desde lo espiritual y que es ésta la fuente de la vitalidad psíquica, el origen del orden mental, la energía que activa el cuerpo y todo su desarrollo. El cuerpo no hace otra cosa que expresar el dinamismo interior bajo una dimensión psicofísica dada por el alma y el cuerpo, siendo lo interior el tesoro escondido desde donde Dios nos llama a su encuentro y desde donde nos procura los dones más grandes.

Material aconsejado

1) PÍO XII, Alocución a los participantes al V Congreso Internacional de Psicoterapia y de Psicología clínica, AAS¸ XXXXV (1953) 278-286; (https://w2.vatican.va/content/pius-xii/es/speeches/1953/documents/hf_p-xii_spe_19530413_psicoterapia.html)

2) Alocución a los participantes al XIII Congreso Internacional de Psicología aplicada, AAS L (1958) 268-282. (https://w2.vatican.va/content/pius-xii/es/speeches/1958/documents/hf_p-xii_spe_19580410_psicologia-applicata.html)