Tras el cambio del Papa Benedicto XVI al Papa Francisco no ha sido raro escuchar muchas personas comentar, como si tuvieran alguna legitimidad en tales juicios, si era mejor o peor, más conveniente o menos conveniente. En realidad todas estas opiniones y análisis son propias de conversaciones superficiales que no provienen, en mi opinión, del Espíritu Santo, pues Él ya se encargó de sopesarlo todo antes que por nosotros y de poner las cosas en el orden divino. Atrevernos a hacer esos comentarios es atrevido o cuanto menos imprudente.

Algo especialmente bueno y providencial a destacar de nuestro Papa Francisco es su capacidad de ser especialmente práctico, cercano, sencillo y breve. Sus reflexiones son muy actuales y necesarias y nos devuelven la mirada a muchos aspectos sociales de espacial urgencia. Vamos aquí hoy a recoger uno en concreto relacionado con el papel educativo de los padres.

Profesionalmente he venido observando, en la orientación familiar de estos últimos años, un paulatino, pero constante deterioro de los criterios morales y educativos familiares. Cada día veo menos capacidad de actuación educativa y más errores de sentido común, especialmente para ocuparse de los hijos desde el Espíritu de Dios, que es en definitiva la auténtica educación cristiana. Pero sobre todo observo ahora una dificultad creciente en descubrir el sentido de la familia para la santidad de sus miembros, especialmente de los esposos, quienes parece que, en muchas ocasiones, ya hayan renunciado a santificarse en la familia y en el amor propio de la educación de los hijos. Los esposos deben descubrir en cada momento y en cada acontecimiento el plan de Dios sobre su matrimonio y sobre sus hijos, pero ya no está de moda, parece ser. O por lo menos no observo que esté en el orden del día de muchas familias.

¿Acaso hemos relegado a Dios fuera de la familia y lo hemos dejado en el sagrario y en los ejercicios espirituales personales? ¿A caso ya no pensamos en que Dios guía a cada familia así como guía a su pueblo desde que se le manifestó?

Es una pregunta que profesionalmente y personalmente me parece legítima. Una vez excluido a Dios del ámbito familiar con su actividad providencial y su plan divino personal y único para cada familia, sólo nos queda ver como los primeros agentes educativos terminan siendo los psicólogos, los profesores de apoyo o los catequistas. De hecho observo a diario la pretensión de que sea el colegio quien, con su intervención, sea más educativo que formativo. Ya parece que más que dar clases, debe enseñar a los alumnos a ser personas. Y si bien una cosa no excluye la otra, la función del colegio es esencialmente formar y, sólo en un segundo lugar, educar, pues la educación es un tarea de los padres que el colegio debe de apoyar, pero no inventar. Hoy se pretende que los colegios enseñen a los alumnos la disciplina, el orden, a ser amigos, que trabaje la autoestima con programas específicos, que haga análisis funcionales de conductas para intervenir en las más desadaptativas o instaurar nuevos hábitos saludables e incluso que enseñe a comer y ser educados. Por supuesto en este paquete va incluida la transmisión de la fe. En el colegio o en la parroquia es donde ahora más se espera que los hijos aprendan sobre Dios, la Iglesia, el amor y las virtudes humanas o incluso la educación afectivo-sexual.

Me parece tremendo. Estamos viviendo un suicidio familiar en el que los padres han dejado de ver a Dios en sus vidas y en el que la primera consecuencia es la falta de crecimiento en la fe auténtica, la que lleva a vivir en la presencia de Dios y no en ir a cumplir unos preceptos. Porque a veces una voluntad movida con fuerza para hacer sacrificios, oración o voluntariado, puede ser más tóxica que el odio resentido del apóstata. Los preceptos y las obras buenas no lo son por sí mismo, sino porque anuncian un corazón abierto desde la fe, la esperanza y la caridad. Son los frutos del amor que se vive. Un cristiano no debería centrar su actividad evangelizadora en muchas actividades, sino en un testimonio de vida personal. A algunos el Señor les pide que además se manifiesten en cargos políticos, económicos, educativos, etc. y él se encarga de darles dichas autoridades o puestos, pero siempre al servicio de los demás, no para su ego narcisista. Es importante este concepto porque para un padre de familia, su camino ordinario de santificación principal es su esposa y sus hijos, no otro. Nunca debería prevalecer el trabajo. Si esto se olvida, en breve la educación de los hijos es vista como una restricción a la carrera profesional primero y al tiempo de ocio después. Es entonces cuando los problemas y las dificultades se acentúan, los hijos empiezan a estorbar y, finalmente, se convierten en cargas excesivas. Claramente los problemas de ésta índole, y llevados de esta manera, alejan cada vez más del Dios verdadero y finalmente también del Dios que nos habremos hecho a medida. Casi siempre la situación se hace incandescente a nivel matrimonial y familiar, por lo que empapados del espíritu del mundo y sus fáciles soluciones basadas en la renuncia y la comodidad o la entrega a los apetitos más subjetivos y egoístas, se abren las ventanas del divorcio y de la delegación a otros profesionales para la solución de un problema que está, en realidad, en el fondo del corazón, ya cerrado al amor verdadero, a la sencillez, a la renuncia de uno mismo por los demás, etc.

Así que me alegra que el Papa Francisco, acertando una vez más con la oportunidad del asunto y del consejo de la catequesis del 20 de mayo de 2015 (aquí la catequesis), proponga a los padres que vuelvan a ser los protagonistas de la educación.

Yo también me sumo a su invitación, haciéndole eco: ¡Padres, recuperad vuestros puestos de combate educativo, antes de que no podáis reconocer a vuestros propios hijos u os olvidéis quiénes sois!

No habrá jamás psicólogo que ame a vuestros hijos como vosotros, nunca será tan comprensivo el profesor de apoyo, ni la tía que es “profe de mates” o el primo que saca buenas notas, y nunca sus profesores le transmitirán el amor con la misma fuerza y profundidad que podéis vosotros en el día a día. Pero sobre todo, difícilmente aprenderán con otros a ser padre o madre y sentirse amados incondicionalmente, a pesar de sus éxitos, a pesar de sus bondades mayores o menores. Son los padres quienes están llamados a reflejar el verdadero sentido personal que Dios tiene para los hijos y que sólo Él, en el cielo, terminará por realizar. Se descubre la gracia de Dios en el acto educativo, no cuando se anticipa o planifica. Hay que ponerse a ello para que Dios nos muestre el camino. Hay que dedicarle tiempo, planificar desde el amor y el conocimiento de los hijos, tener esperanza y paciencia, dialogar mucho. Padres, volved al puesto de combate. Los hijos necesitan de vosotros, ¡nos necesitan! Hay que amarles antes de que cambien y no para que cambien, esto es, incondicionalmente, pero sobre todo urge entender que Dios no nos abandona a nuestro dolor o en nuestra dificultad, sino que las permite para que, misteriosamente, en ella le descubramos.

Y ¿cómo ocurrirá si delegamos en otros? No sería la primera vez que he conocido yo más a un alumno en pocas horas de evaluación y entrevista, que sus padres en toda su vida… Porque al hijo hay que conocerle desde dentro, no sólo observándole desde fuera. Hay que pararse a su lado, escucharle en su modo de expresarse, hacerle presente en cada momento familiar, si no éste le resbalará y no lo aprovechará para expresarse y crecer. Dios pasa en la presencia de una mirada, en un abrazo oportuno en el modo y en el momento justo, en el castigo que es recogido al final con amor y sin gritos de descarga emocional, en la ayuda paciente a asumir el orden diario y las reglas de la casa, pero en definitiva, por la intención libre y entregada de los padres de enseñar al hijo que es amado para que un día él también pueda dar ese amor, y no tanto para que en el momento deje de incordiar, molestar o de quitarnos tiempo.

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24), ¿no? ¿Acaso divorciarse cuando la relación se hace difícil no es renunciar a la cruz?, ¿o mandar al hijo a terapia, al neurólogo, al psiquiatra y clases de apoyo para que resuelvan su problema no es renunciar a la cruz?, ¿o pensar que “no tengo tiempo para mí”, mi pádel, mi gimnasio, mis salidas con mis amigos, mi partido de futbol en el bar, etc., no es mirarme el ombligo más que a mis hijos o a mi esposa/o? Quizás a veces se nos olvida el final de la cruz. Quizás hemos reducido el concepto de cruz a un concepto light más próximo a la dificultad que a la muerte. No. La cruz es el camino de los padres para salvarse, santificarse y encontrarse con Dios, pero debemos verla, aceptarla y subirnos voluntariamente para que sea realmente salvadora, de lo contrario, ni salva, ni es verdadera, ni es Cruz.

Quiero concluir con el final de la catequesis del Papa: “Es el momento de que los padres y las madres regresen de su exilio, – porque se han auto-exiliado de la educación de los hijos -, y re-asuman plenamente su papel educativo. Esperemos que el Señor conceda a los padres esta gracia: de no auto-exiliarse en la educación de los hijos. Y esto solamente puede hacerlo el amor, la ternura y la paciencia.”

Digamos sí a Dios, digamos sí a la familia, digamos sí a la santidad en la educación familiar. Digamos sí al amor de la Cruz, no a los sucedáneos del mundo. Porque también el matrimonio y la familia pueden dar como fruto auténtico santos padres que encarnen el mismo amor de Cristo.

Que Dios os bendiga y os dé su paz.

La educación según Mafalda